miércoles, 24 de noviembre de 2010

De pelea con las panty medias


Quienes me conocen saben de mi pasión por las panty medias. La verdad, es que son ya una obsesión: las tengo de comics, tradicionales, de rombos, moradas, de rayas, de malla, de lana, gruesas, veladas…

Las que tengo nunca serán suficientes y cada vez que veo algunas por ahí interesantes las uno a la colección que con juicio he venido recavando desde hace algunos años. Ahora hay por montones en Colombia de diseño, antes era imposible conseguir algo. Recuerdo que yo se las encargaba a una chica que las traía de Italia y obviamente las vendía a costos exorbitantes.

De hecho, la primera vez que fui a Argentina me enloquecí comprando de colores, porque aquí las chicas sólo conseguíamos negras, cafés y grises.

Las panty medias me encantan por mi amor a las faldas también, me parece que son amigas inseparables que se complementan y que tienen una capacidad expresiva muy potente en una mujer. Sin embargo, usarlas son algo similar a un procedimiento que demanda experticia y paciencia.

Empecemos por lo primero: ponérselas. Mi mamá me enseñó a usarlas como a eso de los 15 años: tomar la punta de la media e ir deslizándola suavemente por la pierna sin que se tuerza, sin que genere incomodidades especialmente en la pelvis y lo más importante, que quede pareja con la otra pierna. Esa primera partecita me lleva tomando del pelo ya como ¡¡¡19 años!!!

Una vez he logrado ponérmelas, el siguiente paso es qué hacer con el dichoso cauchito de arriba. Nunca sé dónde mandarlo, si a la cintura, o bien arriba hasta donde estira la media, -que es casi llegando al busto-, o en la mitad del abdomen para que me tape el rollito… el caso es que donde la ubique, siempre me incomoda y siempre me deja marca en la piel.

Creo que las mujeres poco hablamos del tema, pero sé que no soy solo yo la que padece ese problemita. He visto amigas poniéndoselas con más habilidad que yo, pero cuando llegan al cauchito me muero de la risa, porque las he descubierto estirándolo tanto que casi parece una trusa. La verdad es que me da risa, porque así no más uno se ve muy ridículo, pero ya con la pinta completa, uno se ve hasta sexy…

El otro tema es el cuidado. Nos toca estar pendientes del filo de los escritorios, de la mesa, de no rozarnos con los anillos ni con las pulseras, de las mismas cremalleras de las botas y de los hermosos ¡gatos!, que a propósito han sido los autores del exterminio paulatino de una colección que atesoraba en la medida que los puntos deshilachados lo permitían.

Pero lo que más considero incómodo, es el bendito tiro de las medias, porque algunas no tienen la elasticidad suficiente para llegar hasta la pelvis y acomodarse allí, y a medida que uno va caminando se va escurriendo lennntaaaameeeennnteeeee… y termina uno con la media en la entrepierna estorbando. Es una sensación horrorosa.

La moda ha tiranizado la manera como nos toca usar las prendas. Odié la época de los jeans descaderados y las camisetas ombligueras, porque no conseguía un pantalón que medianamente me llegara casi a la cintura y una camisetita que aunque fuera me tapara el rollito. Y así un montón de imposiciones.

Después de esta quejadera, debo decir claramente que NO voy a dejar de usar panty medias. Ah, no, eso no!!! Lo que sí quiero es llamar la atención a los fabricantes y diseñadores de medias que no se han dado cuenta que la era de la cintura como “Don Tuquito” (personaje de la serie de televisión El Chinche, que usaba los pantalones casi hasta las tetillas) ya pasó. ¡Por favor, no sólo es para que nos veamos bonitas, sino para que nos sintamos cómodas! Así que si esta nota la ponemos a circular, de pronto, -quién quita- que llegue a manos de algún diseñador de medias y se apiade de nosotras…

jueves, 19 de agosto de 2010

¿Qué tienen los treinta?


“Ponte tus zapatos de tacón y taconea”
Por: Lisseth Angel Valencia

Cuando tenía 22 años veía a los de treinta como unos seres grandes, lejanos e interesantes, pero, al fin y al cabo, de treinta, es decir, adultos.

Y ni qué decir cómo era yo a los 22… creía que me las sabía todas y tenía ese extraño poder de persuasión que convencía a los demás de que así era. Hoy, recién llegada a los 34, no me da miedo aceptar que no me las sé todas y que -afortunadamente- me falta mucho por aprender.

Lo que sí pasa conmigo -muy distinto a cuando tenía 22- es que me siento como en primavera. Toda florecida, como escuchando de fondo “qué bello abril” a lo Fito Paez.

No es que todo esté resuelto ni que me sienta más tranquila, simplemente me siento yo. Voy a eventos sociales sin pizca de maquillaje si así me da la gana; combino todos los colores en una sola pinta sin miedo al qué dirán; me lanzo en patineta desde alturas urbanas gritando al unísono con universitarios de 18; tengo sexo libre, doméstico, salvaje, fluido; sudo cuando bailo y no me sonrojo; dejé el cigarrillo y lo que es más raro, mis amigos no me retan a caer en la tentación –como hubiera sucedido en la adolescencia- sino que aplauden y apoyan mi decisión.

Esto de los 34 pinta bien, de verdad y sin exagerar… de todos modos, hay otras maneras de estar, por ejemplo, mi prima que me lleva seis meses me dice “ay mija, es que a esta edad…”, y conozco a otros que optaron por encerrarse en la casa a ver telenovelas. Cada cual con sus puntos de vista.

Mi papá de 69 años me decía justo una semana antes de mi cumpleaños número 34, que él se siente como de 50, mientras yo le confesaba un poco avergonzada que yo me siento de 25. A veces me da pena decirlo porque son 9 años de diferencia; pero mi padre, que es un roble sabio, me insistió que lo más importante es la juventud en el corazón.

De tal manera, que todavía tengo la fortuna de ir con mis amigos al parque un viernes soleado en la tarde a verlos montar monociclo; puedo mantener una conversación con alguien de 23 sin decir a cada rato “ay, cuando yo era joven…” y hasta le subí la altura a las minifaldas para sentirme más cómoda.

Hay que decirlo, los 30 tienen sus ires y venires, y es indudable que el cuerpo empieza a cambiar notablemente. Por ejemplo, tuve que dejar los deliciosos lácteos y por tanto, comer menos helados… pero eso sí, todavía canto a todo pulmón “i want to break free” y pogueo uno que otro clásico roquero, aunque al otro día sienta como si me hubiera pasado un tractor por encima.

Cada edad tiene sus temas. Para mí, la década de los 30 se me parece al proceso de montaje de los andamios donde uno ya empieza a mirar para arriba y echar con fuerza para allá. Lo más importante es dirigirse hacia lo que uno desea de corazón, porque conozco ya muchos treintañeros montados en lo más alto de los andamios, convencidos de que los treinta son el carrito último modelo, el perrito y las deudas, sin darse cuenta que se la pasan con el ceño fruncido y los sueños partidos…

Por eso, para rematar cito a la lúcida columnista Odette Chain: "los treinta traen más ventajas que desventajas, a uno lo respetan más, tiene más libertad, dinero propio para gastar en zapatos innecesarios, más criterio, más experiencia y, lo más importante, tiene claro qué no le gusta y una mejor idea de lo que le gusta... Así que los que se sientan deprimidos por haber llegado a los 30, miren hacia adelante, que esto apenas está empezando a ponerse bueno".

domingo, 2 de mayo de 2010

A propósito de abordar a un desconocido y hacer lo que se nos dé la gana…


“Ponte tus zapatos de tacón y taconea”
Por: Lisseth Angel Valencia

Creo que las mujeres aún estamos en la onda de que nos caigan. Por muy de avanzada que digamos ser, todavía esperamos que ellos nos aborden y nos pidan el teléfono, (por lo menos para el primer contacto).

Hace algún tiempo mi amiga Catta iba en una buseta, cuando se subió un chico muy atractivo que enseguida llamó su atención. Él, se le sentó al lado coqueto y desafiante a la vez. Avanzaban en el trayecto y mirada iba y venía de parte y parte, mientras a ella se le iba alterando el pulso y pensaba: “será que lo abordo?” “nooooo, qué vergüenza”, era siempre la respuesta inmediata.

Cuando me contaba esto, la interrumpí furiosa y le pregunté que por qué no le hablaba y ella muy segura me respondió: “pensaría que soy una… golfa”. No lo podía creer. Se le había ido la oportunidad de conocer un tipo interesante, no digo que el amor de su vida ni nada de eso, pero sí al menos cuatro posibilidades: tener sexo casual, entablar una amistad, encontrarse con un baboso o todas las anteriores. Ante lo que yo personalmente creo que todas son ganancia, exceptuando la posibilidad de que fuera un baboso.

Y eso no le pasa solo a Catta, me ha pasado a mí muchas veces, a casi todas mis amigas y a las desconocidas que cuentan arrepentidas historias similares. Entonces yo me pregunto ¿qué carajos nos pasa? Si cada vez somos más independientes, líderes en varios frentes y lo que es mejor: hijas de la revolución femenina.

Aquí yo sé que voy a levantar tierra. Pero déjenme continuar porque no se trata de darnos palo a nosotras mismas sino de ver con claridad cuál es la parte del chip que no está funcionando. Para empezar, podemos ver un ejemplo muy sencillito: si un hombre va solo a un bar es interesante, pero si una mujer va sola, se construyen varios imaginarios al respecto: o la dejaron plantada, o está despechada o es una… ¡golfa!

Claro, llevamos encima el peso de la mirada ajena; no sólo la masculina, también la de otras mujeres que juzgan a la que se sentó sola en la barra de un bar -mientras por dentro están muertas de ganas por experimentar lo mismo-, o los prejuicios heredados de las abuelas para quienes ese acto sería una gran insolencia.

De todos modos, siempre está la mirada del otro. Pero la verdad, verdad… es que yo creo que en Colombia andamos muy pendientes del vecino. Si entró, salió, dijo o se calló. Y muy poco nos atrevemos a hacer lo que se nos da la gana, porque cuántas veces estando en un bus cantamos a todo grito la canción que nos gusta mientras la escuchamos en el mp4, o cuántas veces decimos realmente lo que de corazón pensamos, o cuántas veces nos regalamos la posibilidad de hablarle a un desconocido en el bus…

Eso por un lado. Por el otro, están los clichés sobre los roles sexuales a los que continuamos haciéndoles juego, a partir de los cuales debemos esperar a que el hombre mande el primer zarpazo. Pero si resulta que el chico es un tímido empedernido, o se está rebelando contra el papel de macho alfa que le impuso la sociedad, pues ¡al traste el encuentro!, porque cada vez escucho a más hombres quejarse: “pero es que ustedes siempre esperan que uno lleve la iniciativa”.

Creo que el problema no está en que se supone que somos mujeres de avanzada y que deberíamos ser más atrevidas. El gran meollo es que seguimos aplazando lo que queremos hacer por estar siguiendo los viejos patrones de conducta.

Por eso, deseo que a Catta se le vuelva a presentar la oportunidad de hablarle a un total desconocido en el bus o donde sea, para que recuerde estas letras que no son más que la invitación a vivir aquí y ahora, donde solo cuenta lo que ella está dispuesta a hacer y soñar. Y si la vecina de silla del bus se baja las gafas con asombro, pues “de malas” y que ojalá se lleve las ganas de hacer también con su vida lo que le plazca. ¡Que así sea!

lunes, 12 de abril de 2010

Manifiesto del NO


“Ponte tus zapatos de tacón y taconea”

Por: Lisseth Angel Valencia

Que levante la mano quien no se haya echado un mal polvo por no saber decir que NO a tiempo ni en el momento indicado, o a quien no se le haya pegado el trasero en su silla de trabajo un viernes hasta entrada la noche por evitar decirle que NO al jefe con decisión… quisiera ver muchas manos arriba.

Pero la verdad es que he podido comprobar que los colombianos somos pésimos diciendo que NO, y cuando lo hacemos pasan dos cosas: damos una excusa ó sentimos culpa. ¡¡¡Terrible!!! Al respecto, tengo que confesar que ya me salí del club de los que dan una excusa (y del club de los malos polvos también) y ahora miro directo a los ojos y digo sinceramente: “no puedo ir porque…” sin decir “Sí, fijo yo voy, claro…”, frase típica de mucha gente con la que deja metido a medio mundo.

Decir NO es otra opción y es válida. Nos permite crecer, no genera falsas expectativas en los otros y cuando se pronuncia hace sentir un fresquito…

Me cansé del montón de gente adulta que no sabe decir que NO. Que sabe de antemano que no quiere ir a tal compromiso y sin embargo asegura mil veces que irá y al momento de la cita llama a declararse con dolor de muela.
Me cansé también de la gente que se horroriza cuando digo que NO o de los que insisten incansablemente. Oigan, “cuando digo que NO es NO”, y cuando digo NO es porque estoy siéndome fiel, no buscando que me rueguen o hacerme la difícil.

Creo que debemos educar esta nueva camada de colombianos en la cultura del NO, con la libertad de poderse negar a cosas que los harían populares pero que atentan contra sus valores, o con la posibilidad de decidir sobre su sexualidad sin el temor a hacer el ridículo porque dice que NO quiere echarse un polvo con el más bueno de la U.

Y si cada vez decimos que NO de corazón para ser felices, estamos parados desde otro lado y estamos siendo nosotros mismos, por eso, a todos quienes lean este Manifiesto les invito a publicar sus NO más sentidos y a circularlos… Así que, bienvenidos y bienvenidas, este espacio es suyo.

viernes, 9 de abril de 2010

Cocinando a fuego lento... "viajar"


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

Me encanta cocinar a fuego lento. Cada uno de los ingredientes de la cocina mística van sacando sus jugos, se mueven de un lado a otro en la olla, como nadando en un mar suave. Y mientras tanto, yo también voy sudando al compás de los vapores de la cocción. Los colores cambian, las texturas se ennoblecen y lo que más disfruto es que las cáscaras se van desprendiendo como quitándose sin prisa la máscara para entregarme lo que realmente me quieren regalar.

Así percibo los viajes. Son parte de una gran cocina mística que nos ayuda a encontrar algo nuevo, o a recuperar algo perdido, así no lo estemos buscando. Eso es lo que más me gusta de la vida, que nos da regalos a pesar de nuestra resistencia, de nuestra ceguera, de nuestra ignorancia.

El simple acto de alistar el equipaje, de prever detalles, de cerrar la cremallera de la mochila, de echársela al hombro o de arrastrarla sobre sus rueditas, es ya el inicio de una aventura inesperada. No sabemos cómo va a ser el viaje que desde ese mismo instante empieza a cocinarse a fuego lento.

Sin tener que ser abiertamente sociable, en los viajes siempre se conoce a alguien nuevo, se intercambian correos electrónicos y lo más importante, se lleva uno un par de nuevas sonrisas. El aire cambia, el clima se siente diferente, el pelo se vuelve extrañamente manejable de un momento a otro, es más fácil usar escotes o ese saco que en la ciudad no sale con nada.

Y es que en los viajes todo es posible. Cambiarse el nombre, inventar otra profesión, levantarse muy tarde o muy temprano, sonreírle a bellos hombres desconocidos, comprar en las plazas pequeñas curiosidades, comer nuevos alimentos a pesar de las dietas y las restricciones médicas.

Ahí ya se está cocinando algo a fuego lento. Ahí ya los jugos están saliendo, ahí ya, mujeres, ahí ya pasa algo por dentro…

Por esto, por todo lo que a diario soñamos, por las pérdidas, por las futuras ganancias, por lo que deseamos ser y no nos atrevemos, por el cansancio, por la rutina que nos paraliza, es que las invito a experimentar el viaje como ritual de encuentro con nosotras mismas y con nuestros propios jugos que hemos olvidado cocinar por estar atendiendo a otros, por estar en la carrera del posicionamiento laboral, por fugas de energía afectivas.

La invitación que le hago a las mujeres es a prender el fogón, porque en cada viaje se cocina algo por dentro. Algo nuevo llega de regreso con nosotras, algo dejamos, algo perdemos, algo ganamos. Un nuevo plato de la cocina mística está a punto de ser disfrutado por nosotras mismas.

Parche de chicas


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón t taconea"

Cuando termina un matrimonio, lo normal es repartir los bienes, pero lo más difícil no son las cosas, porque esas se recuperan con el tiempo. Lo realmente duro es “cómo repartimos los amigos”, coreando a las españolas de la banda Ella Baila Sola.

Yo ya pasé por esas y la repartición, además de dejarme sin casa, me dejó sin mis amigos hombres, lo que me llevó a una triste etapa de vacío y soledad. Sin embargo, en ese período oscuro pero afortunado, aparecieron las chicas en mi vida y de ahí en adelante todo cambió.

Desde la Universidad preferí los hombres y la cosa se ponía mejor si yo era la única mujer del grupo. Claro, me cuidaban pero al mismo tiempo me sentía a la par con ellos, lo que me permitía ser la “ruda” del salón.

Pero lo que realmente disfrutaba era cuando me decían orgullosos: “Uy pelada, a usted sólo le faltan un par de huevos…” ah, ¡qué maravilla! Estaba cerca del mundo masculino, era parte de ellos. Las demás eran solo unas chicas rosa aburridas que se reunían a criticar y a maquillarse en el baño.

Con los chicos pasé buenos momentos y viví muy buena parte de mis recuerdos juveniles. Con ellos entré al fabuloso mundo del rock and roll y salté en cada uno de los Rock al Parque eufórica. Me enamoré y desenamoré de un par de ellos y conocí a Bogotá desde sus entrañas.

Pero regresando al tema de la separación, llegado el momento, los amigos también se fueron paulatinamente. Recuerdo mucho estar en un bar pasada de copas, llorando despechada en medio de mis nuevos compañeros de trabajo, sintiéndome sola y desubicada, cuando de la nada apareció Sasha mirándome fijamente con ojitos intuitivos preguntándome: ¿estás recién separada?

No lo podía creer… nadie sabía, era el secreto mejor guardado en mi trabajo porque recién entraba. Sorpresivamente se me fue la borrachera, tomé aire y entré en llanto. Me tomó del brazo y me arrastró hasta el baño. Ese baño donde tanto criticaba el encuentro entre “viejas”. Pues ahí estaba teniéndome de las paredes mientras le contaba a una desconocida toda mi historia como si la conociera hace años.

Hablé sin parar, y en simultáneo entraban y salían chicas del baño, no sin antes abrazarme y darme frases de aliento. ¿Qué estaba pasando allí? De dónde habían salido esas que se solidarizaban fácilmente conmigo sin saber lo que me pasaba… al final de la llorada, con los ojos hinchados aparecieron las risas y regresé a la pista a bailar “sola”.

Al otro día recibí una llamada de Sasha a chequear si seguía viva. Fue un descubrimiento increíble. Tras ella se reveló el mundo de lo femenino que básicamente consistía en una gran red de soporte emocional, que actuaba como una telaraña de la que ninguna se caía por más telúrica que estuviera. Chicas que vivían juntas por temporadas, que hacían colectas para que una de ellas se fuera de viaje si así lo requería, que se limpiaban los mocos y las lágrimas amorosamente y sin pena de llegar a pasar por “intensas”. Ahí llegué en medio de mi crisis existencial y más tarde se fueron uniendo otras con todas sus pérdidas y ganancias a cuestas.

Como las telarañas se tejen, las reuniones entre chicas resultaron parecerse a esos antiguos costureros de las abuelas donde cada una puntada a puntada nos íbamos fortaleciendo y apoyando, en medio de las cocinas, las llamadas telefónicas a cualquier hora, los correos, los abrazos y los fantásticos aquelarres.

En medio de esos milenarios encuentros entre “brujas” posmodernas aparecieron los tacones, los labios rojos, las narraciones amorosas y las nuevas búsquedas. Desde aquél momento hasta ahora, nunca he sentido que no vale la pena tener amigas, nunca he sentido que son una sarta de chismosas envidiosas (una de las quejas más frecuentes entre mujeres). Al contrario, cada logro mío es de todas, el abrigo rojo nuevo es de la que lo necesite para verse bonita, los aprendizajes son colectivos y por supuesto, ninguna necesita ser “ruda” para estar en el parche.

Eso sí, los chicos siempre son y serán bienvenidos. Afortunadamente ellos son la energía complementaria, los que le ponen el caramelo al postre, los que se ríen de nuestras ocurrencias y relatos intensos, y los que nos sacan a bailar cuando ya ven que estamos pegadas a la silla de tanto cotorrear. Así somos, entre nosotras la pasamos bien. Nos tenemos las unas a las otras con la seguridad de estar sostenidas por una telaraña invisible que nos acompaña cual cinturón de seguridad.

El sueño de enamorarse de un extranjero


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

¡Lo juro! A decenas de amigas les ha funcionado, pero a mí no, y es por eso, que cuento la otra cara de la novela rosa.

Me encanta escuchar la cantidad de historias con happy end de parejas que se conocieron por facebook, o que en un viaje tuvieron un romance apasionado y luego, alguno de los dos dejó atrás su vida para irse a otro país a vivir una gran historia de amor.

Por años, esas narraciones me impactaban e incluía dentro de mi panorama sentimental un encuentro intercontinental con un chico que me endulzara el oído en otro idioma. Me parecía increíble eso de de vivir como en una comedia romántica y sobre todo, eso de empezar una nueva vida llena de nuevas aventuras. Incluso me imaginaba diciéndole a mi amante foráneo: “esto es un molinillo, así hacemos el chocolate; mira, aquí en Colombia pides rebaja por todo y no te debes dejar tumbar”…me imaginaba como una especie de guía turística aventajada, orgullosa de mi malicia indígena.

Y el caso, es que a los 27 años me enamoré perdidamente de un francés muy romántico, con quien vivimos una corta pero apasionada historia de amor en Buenos Aires, a donde había decido exiliarme luego de una dolorosa ruptura. Como es de imaginarse, todo fue hermoso, paseos tomados de la mano, besos en cada esquina, frases cursis en otro idioma, todo idílico. Pero al francés le llego la hora del regreso a su país y nos tuvimos que despedir, no sin antes jurarnos un reencuentro en alguno de nuestros continentes.

Las chateadas no fluían como esperamos, los días pasaban y el reencuentro cada vez lo veíamos más lejos. Ninguno de los dos sabíamos qué carajos llegar a hacer al país del otro. No concebía la idea de abandonar mi vida y mi profesión para ir a trabajar de niñera en París, cuando la única palabras que sabía decir era je t´aime” o “ salut” y él tampoco sabía qué venir a hacer aquí cuando allá ganaba en euros y hasta ahora empezaba a despegar profesionalmente.

Con el tiempo nuestros planes se fueron enfriando y nos convertimos al principio, en amantes virtuales y luego, solo en buenos amigos. A los dos años más o menos, conocí en Uruguay un alemán que no hablaba ni pizca de español, y que tenía una mirada oceánica hermosísima. Pero ahora era yo quien se debía regresar a su país y como ya había aprendido la lección, no hice promesas de reencuentros. Sin embargo, a los seis meses, él llegó a Colombia enamoradísimo de Suramérica luego de recorrerla por más de diez meses y por supuesto, llegó enamorado de mí.

De nuevo el corazón latía fuerte. Y esta vez, era él quien estaba dispuestísimo a instalarse aquí. Quería montar una panadería gourmet, soñábamos luego con comprar una tierra y dedicarnos a criar caballos y una prole de hijos rubios con malicia indígena. Pero antes de radicarse, quería conocer Colombia y me invitó a acompañarlo al Tairona, cosa que no pude hacer, porque en ese momento no podía dejar tirado mi trabajo. Se fue con la promesa de volver dentro de una semana, pero claro, Caribe es Caribe y su permanencia se alargó casi un mes.

Al regresar me dijo que me amaba, pero que una cosa y la otra. La verdad, yo creo que en medio de esas playas afrodisiacas conoció una colombiana tropical que le robó el corazón y se dedicó a criar peces con ella, quien sabe… el caso es que ese también se regresó a su país y de vez en cuando me adelanta cuaderno de su vida en Alemania.

Con esos antecedentes, me quedé quietica y concentrada en mis planes. Pero como la vida es caprichosa, como a los dos años, me fui a mochiliar sola por Suramérica y en Perú conocí un canadiense fantástico, que algunos colombianos que conocí en el viaje lo llegaron a apodar “el paisa”. Con él sí que nada de planes, para mí fue un compañero de viaje extraordinario que revivió mi pulso. Duramos dos meses mochiliando juntos y se devolvió a su país con el corazón arrugado pero con muchas ganas de conocer Colombia.

Al cabo de un año recibí un correo anunciándome que venía a visitarnos y yo no paraba de reírme, no solo por la sorpresa de cómo lo había impactado nuestro país, sino porque yo estaba iniciando una relación con un colombiano de sonrisa amplia, excelente bailarín de salsa, que me endulzaba el oído en mi mismo idioma y con quien compartíamos esa chispa latina y cabe decir, quien actualmente es mi marido. Y aquí empieza mi defensa al amor nacional: Me encantan los colombianos melosos, que sudan bailando boogaloo, que te seducen a punta de sonrisas y buenos chistes.

Me encanta eso de no tener que explicarle lo que es un molinillo, porque de paso, sabe que si no se porta bien, se lo pongo en la cabeza. Me encanta eso de no tener que empezar una vida nueva en otro país, sino de inventarla aquí en pareja. Me encanta no tener que explicarle con plastilina los comentarios de doble sentido…
Bueno, esa es mi defensa a los amores nacionales. Pero lo que sí es cierto, como dije al principio, es que esos amores con happy end existen: Martha conoció a Miguel por MSN, ahora viven en Argentina y son padres de la bella Brisa; Victoria conoció a Allan, el inglés buena onda y ahora viven acá; Aseneth conoció al húngaro Patrick en Nueva York y ahora viven en Turquía y como ellos, hay miles de historias dignas de contar en nombre del amor intercontinental.

Lo único que yo sé es que tengo un excelente compañero de baile al que le digo coqueta cada vez que suena “La Temperatura” de los Hermanos Lebrón: “Camine pues mijito a azotar baldosa” y él se levanta de la silla como si le acabaran de dar cuerda y sonriendo con ganas, de esas que sólo los colombianos llevan en la sangre…

Tips para compradoras compulsivas


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

¡Compradora compulsiva! Así me declaro sin pudor. Bueno, con un poco que me alcanza a sonrojar cuando llegan los extractos de la tarjeta de crédito y renuevo votos de no volver a comprar cosas innecesarias.

Vamos a decir la verdad. La fantasía de la mayoría de las mujeres es contar con una fluidez económica tal que aguante para comprarse uno que otro regalito para felicitarnos por un logro laboral o para subirnos el ánimo en medio de una depre o porque sí, porque lo vimos en una vitrina y es lindo. Lo he conversado con varias amigas y con un puñado de desconocidas y esa es la fantasía.

Pero la verdad, es que la mayoría de nosotras tenemos dentro de nuestras prioridades económicas pagar los servicios, la cuota del préstamo, el resto de apremiantes gastos domésticos y como si fuera poco, pagar mensualmente los “insulsos” parafiscales (porque para ser sincera, ¿no es insulso pagar una pensión que llegada la hora del soñado retiro, estará ya en la edad de 80 años?)

En ese orden, pasar por una vitrina repleta de accesorios, de ropa interior, de zapatos o de ropa es un verdadero karma si es a mitad de mes cuando ya las cuentas se han pagado pero la cuenta bancaria queda desocupada. No solo me ha pasado una vez, me sucedido muchas veces y lloriqueo y me quejo con amargura; pero de todos modos, entro al almacén a antojarme.

Sin embargo, descubrí una formulita para organizar mis instintos compulsivos y mantener la bestia al margen. Cansada de pasar saliva, sufrir y de pagar altas cuentas en la tarjeta de crédito, decidí hacer una lista con mis antojos por más extravagantes o sencillos que fueran para evitar comprar lo primero que se me atravesara, para tener luego la satisfacción de chulear cada uno y de paso, sentir que sí cumplo mis metas.

Cabe resaltar que la listita va más allá de lo material, porque también me funciona al pelo con mis propósitos personales: hacer ejercicio, leer el libro que tengo guardado en la mesita hace un año, llamar a esa amiga que tuvo bebé… el truco consiste simplemente en cumplirse y darse gusto en la medida de las posibilidades.

Otro componente de la formula, es evitar a toda costa vitriniar. Así que esos planes con amigas de encontrarse en un centro comercial, deben ser reemplazados por un caminata lejos de distracciones o te en la casa. Y otra cosa, que es absolutamente saludable, es darle una repasada al closet y examinar concienzudamente lo que en realidad hace falta, porque, ¿cuántas pares de tacones rojos ya tengo? Pues si lo miramos con sensatez, lo que hacemos es caer en el viejo esquema de la acumulación per se.

Claro, aún se me altera el pulso cuando paso al frente de una vitrina que exhibe descaradamente: “todo con el 50%”. Sin mentir, debo tomar aire y seguir de largo, la diferencia es que ahora me siento como una junkie en proceso de rehabilitación, como el AA que hace el esfuerzo en un coctel de no recibir ni un vinito. Por eso, cada vez que paso por una vitrina recuerdo las cosas que ya tengo, repaso si está en mi lista, si realmente puedo comprarlo y me repito amorosamente: nada me falta, todo lo tengo…

La rebeldía de los tacones y los labios rojos


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

A los 16, usaba botas militares de puntera, jeans rotos, y para uno que otro matrimonio, calzaba con sacrificio unos pequeños taconcitos de 3,5 cms. que me hacían sentir ridícula. Luego, como a eso de los 23 me volví extrañamente una señora muy formal. Tanto, que mi mamá y yo compartíamos la ropa.

Pero como a eso de los 26 empezó a pasar algo extraño conmigo. Obviamente ya ni pensaba en las botas militares (porque claramente la onda grunge ya se me había salido de la cabeza), con la ropa de mi mamá me sentía disfrazada y para rematar, me había hecho la promesa solemne de nunca usar un sastre. Entonces, lo que tenía ante mis ojos era una verdadera crisis de… identidad?

A esto le sumaba el trauma de caderona, usaba sacos largos dizque para disimular los conejos y de paso, evadirme de los poco galantes piropos de obreros y policías. Mejor dicho, mi closet y mi estilo eran un fracaso. Ahora que miro en perspectiva, parecía una niña buena, con síndrome de monjita reencauchada.

Abría mi closet y encontraba una verdadera colección de ropa comprada de manera compulsiva siempre en rebajas, de manera, que todo parecían retazos que no iban unos con otros, y las faldas largas y escuálidas que me acompañaron en alguna época ya me parecían absolutamente aburridas. Lo que en realidad quería era sentir mi piel, verme a un espejo y encontrar allí retratada un poquito de mi sensualidad.

Poco a poco, me fui reconciliando con mi cuerpo, que creo, es la puerta de entrada hacia cualquier proceso de construcción de identidad. Aparecieron como por arte de magia las camisetas de tiritas, las medias de malla, las faldas a la rodilla (por fin) y la intención de encontrar un buen peluquero que le quitara volumen a mi melena de niña buena.

Ya a los 31 me sentía realmente más sexy, más cómoda conmigo y con mi ropa. Pero faltaba algo. Un día mi amiga Sasha apareció en una cena con “¿tacones?”, gritamos todas al unísono. Y ella, sin pudor, nos desfiló como si montada en esos 6 cms. caminara por una pasarela.

Todas quedamos atónitas. ¿Cómo era posible que alguna de nosotras usara tacones si habíamos jurado andar de converse toda la vida? El caso es que Sasha se pavoneaba cómoda por todo lado con sus tacones y la verdad, se veía muy chic.

Tengo que confesar que ese episodio me movió el piso. Un día iba pasando por un almacén y vi unos tacones nada convencionales y luego de llamar a mis amigas a consultarles y llamar a mi mamá (quien se rió de mi y me aseguró que nunca me los iba a poner), tomé aire, me los probé, los caminé en el almacén una y otra vez y los compré.

Efectivamente, duraron como un año guardados. Y yo mientras tanto, me hacía la loca con el tema. Todas paulatinamente fueron comprando también sus tacones de manera discreta. Hasta que un día en una de nuestras amadas cenas, coincidimos con tacones. Al vernos, los chicos nos silbaron y dijeron cosas bonitas. Como de costumbre, nos encerramos en la cocina a adelantar cuaderno y el primer tema, fueron por supuesto, los tacones. Confesamos nuestra inseguridad al caminar, pero al mismo tiempo, todas destacamos su efecto embellecedor sobre las piernas y la conclusión es que debíamos ser constantes hasta dominarlos.

A las siguientes cenas, continuamos llegando entaconadas, pero la última sorpresa nos la dio Andrea cuando se presentó con su bella cara pálida, como de costrumbre, sin una gota de pestañina o rubor, pero con los labios rojos. ¡¡¡Eso era el colmo!!! Se veía más hermosa que nunca. Llevaba unos tacones verdes eléctricos, unas medias de malla negras y esos labios rojos…

A la semana, Catta se atrevió a probarlo y se miraba y se reía ante el espejo. Después de mucho darle vueltas salió a la calle y me cuenta que se sintió auténticamente sexy.

La próxima en probarlo fui yo y quiero confesar que ese coctel de tacones y labios rojos es frenético. Por eso, a todas las que pasan de largo ante los tacones, les digo que se animen, que se encierren en sus casas y practiquen hasta vencer la timidez y que esculquen en sus cosmetiqueras y rescaten esos labiales rojos que ya habían mandado al olvido. Por que, lo que es a mí, esa combinación me hace recordar a un Cosmopolitan bebido en buena compañía, un miércoles por la noche.