lunes, 12 de abril de 2010

Manifiesto del NO


“Ponte tus zapatos de tacón y taconea”

Por: Lisseth Angel Valencia

Que levante la mano quien no se haya echado un mal polvo por no saber decir que NO a tiempo ni en el momento indicado, o a quien no se le haya pegado el trasero en su silla de trabajo un viernes hasta entrada la noche por evitar decirle que NO al jefe con decisión… quisiera ver muchas manos arriba.

Pero la verdad es que he podido comprobar que los colombianos somos pésimos diciendo que NO, y cuando lo hacemos pasan dos cosas: damos una excusa ó sentimos culpa. ¡¡¡Terrible!!! Al respecto, tengo que confesar que ya me salí del club de los que dan una excusa (y del club de los malos polvos también) y ahora miro directo a los ojos y digo sinceramente: “no puedo ir porque…” sin decir “Sí, fijo yo voy, claro…”, frase típica de mucha gente con la que deja metido a medio mundo.

Decir NO es otra opción y es válida. Nos permite crecer, no genera falsas expectativas en los otros y cuando se pronuncia hace sentir un fresquito…

Me cansé del montón de gente adulta que no sabe decir que NO. Que sabe de antemano que no quiere ir a tal compromiso y sin embargo asegura mil veces que irá y al momento de la cita llama a declararse con dolor de muela.
Me cansé también de la gente que se horroriza cuando digo que NO o de los que insisten incansablemente. Oigan, “cuando digo que NO es NO”, y cuando digo NO es porque estoy siéndome fiel, no buscando que me rueguen o hacerme la difícil.

Creo que debemos educar esta nueva camada de colombianos en la cultura del NO, con la libertad de poderse negar a cosas que los harían populares pero que atentan contra sus valores, o con la posibilidad de decidir sobre su sexualidad sin el temor a hacer el ridículo porque dice que NO quiere echarse un polvo con el más bueno de la U.

Y si cada vez decimos que NO de corazón para ser felices, estamos parados desde otro lado y estamos siendo nosotros mismos, por eso, a todos quienes lean este Manifiesto les invito a publicar sus NO más sentidos y a circularlos… Así que, bienvenidos y bienvenidas, este espacio es suyo.

viernes, 9 de abril de 2010

Cocinando a fuego lento... "viajar"


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

Me encanta cocinar a fuego lento. Cada uno de los ingredientes de la cocina mística van sacando sus jugos, se mueven de un lado a otro en la olla, como nadando en un mar suave. Y mientras tanto, yo también voy sudando al compás de los vapores de la cocción. Los colores cambian, las texturas se ennoblecen y lo que más disfruto es que las cáscaras se van desprendiendo como quitándose sin prisa la máscara para entregarme lo que realmente me quieren regalar.

Así percibo los viajes. Son parte de una gran cocina mística que nos ayuda a encontrar algo nuevo, o a recuperar algo perdido, así no lo estemos buscando. Eso es lo que más me gusta de la vida, que nos da regalos a pesar de nuestra resistencia, de nuestra ceguera, de nuestra ignorancia.

El simple acto de alistar el equipaje, de prever detalles, de cerrar la cremallera de la mochila, de echársela al hombro o de arrastrarla sobre sus rueditas, es ya el inicio de una aventura inesperada. No sabemos cómo va a ser el viaje que desde ese mismo instante empieza a cocinarse a fuego lento.

Sin tener que ser abiertamente sociable, en los viajes siempre se conoce a alguien nuevo, se intercambian correos electrónicos y lo más importante, se lleva uno un par de nuevas sonrisas. El aire cambia, el clima se siente diferente, el pelo se vuelve extrañamente manejable de un momento a otro, es más fácil usar escotes o ese saco que en la ciudad no sale con nada.

Y es que en los viajes todo es posible. Cambiarse el nombre, inventar otra profesión, levantarse muy tarde o muy temprano, sonreírle a bellos hombres desconocidos, comprar en las plazas pequeñas curiosidades, comer nuevos alimentos a pesar de las dietas y las restricciones médicas.

Ahí ya se está cocinando algo a fuego lento. Ahí ya los jugos están saliendo, ahí ya, mujeres, ahí ya pasa algo por dentro…

Por esto, por todo lo que a diario soñamos, por las pérdidas, por las futuras ganancias, por lo que deseamos ser y no nos atrevemos, por el cansancio, por la rutina que nos paraliza, es que las invito a experimentar el viaje como ritual de encuentro con nosotras mismas y con nuestros propios jugos que hemos olvidado cocinar por estar atendiendo a otros, por estar en la carrera del posicionamiento laboral, por fugas de energía afectivas.

La invitación que le hago a las mujeres es a prender el fogón, porque en cada viaje se cocina algo por dentro. Algo nuevo llega de regreso con nosotras, algo dejamos, algo perdemos, algo ganamos. Un nuevo plato de la cocina mística está a punto de ser disfrutado por nosotras mismas.

Parche de chicas


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón t taconea"

Cuando termina un matrimonio, lo normal es repartir los bienes, pero lo más difícil no son las cosas, porque esas se recuperan con el tiempo. Lo realmente duro es “cómo repartimos los amigos”, coreando a las españolas de la banda Ella Baila Sola.

Yo ya pasé por esas y la repartición, además de dejarme sin casa, me dejó sin mis amigos hombres, lo que me llevó a una triste etapa de vacío y soledad. Sin embargo, en ese período oscuro pero afortunado, aparecieron las chicas en mi vida y de ahí en adelante todo cambió.

Desde la Universidad preferí los hombres y la cosa se ponía mejor si yo era la única mujer del grupo. Claro, me cuidaban pero al mismo tiempo me sentía a la par con ellos, lo que me permitía ser la “ruda” del salón.

Pero lo que realmente disfrutaba era cuando me decían orgullosos: “Uy pelada, a usted sólo le faltan un par de huevos…” ah, ¡qué maravilla! Estaba cerca del mundo masculino, era parte de ellos. Las demás eran solo unas chicas rosa aburridas que se reunían a criticar y a maquillarse en el baño.

Con los chicos pasé buenos momentos y viví muy buena parte de mis recuerdos juveniles. Con ellos entré al fabuloso mundo del rock and roll y salté en cada uno de los Rock al Parque eufórica. Me enamoré y desenamoré de un par de ellos y conocí a Bogotá desde sus entrañas.

Pero regresando al tema de la separación, llegado el momento, los amigos también se fueron paulatinamente. Recuerdo mucho estar en un bar pasada de copas, llorando despechada en medio de mis nuevos compañeros de trabajo, sintiéndome sola y desubicada, cuando de la nada apareció Sasha mirándome fijamente con ojitos intuitivos preguntándome: ¿estás recién separada?

No lo podía creer… nadie sabía, era el secreto mejor guardado en mi trabajo porque recién entraba. Sorpresivamente se me fue la borrachera, tomé aire y entré en llanto. Me tomó del brazo y me arrastró hasta el baño. Ese baño donde tanto criticaba el encuentro entre “viejas”. Pues ahí estaba teniéndome de las paredes mientras le contaba a una desconocida toda mi historia como si la conociera hace años.

Hablé sin parar, y en simultáneo entraban y salían chicas del baño, no sin antes abrazarme y darme frases de aliento. ¿Qué estaba pasando allí? De dónde habían salido esas que se solidarizaban fácilmente conmigo sin saber lo que me pasaba… al final de la llorada, con los ojos hinchados aparecieron las risas y regresé a la pista a bailar “sola”.

Al otro día recibí una llamada de Sasha a chequear si seguía viva. Fue un descubrimiento increíble. Tras ella se reveló el mundo de lo femenino que básicamente consistía en una gran red de soporte emocional, que actuaba como una telaraña de la que ninguna se caía por más telúrica que estuviera. Chicas que vivían juntas por temporadas, que hacían colectas para que una de ellas se fuera de viaje si así lo requería, que se limpiaban los mocos y las lágrimas amorosamente y sin pena de llegar a pasar por “intensas”. Ahí llegué en medio de mi crisis existencial y más tarde se fueron uniendo otras con todas sus pérdidas y ganancias a cuestas.

Como las telarañas se tejen, las reuniones entre chicas resultaron parecerse a esos antiguos costureros de las abuelas donde cada una puntada a puntada nos íbamos fortaleciendo y apoyando, en medio de las cocinas, las llamadas telefónicas a cualquier hora, los correos, los abrazos y los fantásticos aquelarres.

En medio de esos milenarios encuentros entre “brujas” posmodernas aparecieron los tacones, los labios rojos, las narraciones amorosas y las nuevas búsquedas. Desde aquél momento hasta ahora, nunca he sentido que no vale la pena tener amigas, nunca he sentido que son una sarta de chismosas envidiosas (una de las quejas más frecuentes entre mujeres). Al contrario, cada logro mío es de todas, el abrigo rojo nuevo es de la que lo necesite para verse bonita, los aprendizajes son colectivos y por supuesto, ninguna necesita ser “ruda” para estar en el parche.

Eso sí, los chicos siempre son y serán bienvenidos. Afortunadamente ellos son la energía complementaria, los que le ponen el caramelo al postre, los que se ríen de nuestras ocurrencias y relatos intensos, y los que nos sacan a bailar cuando ya ven que estamos pegadas a la silla de tanto cotorrear. Así somos, entre nosotras la pasamos bien. Nos tenemos las unas a las otras con la seguridad de estar sostenidas por una telaraña invisible que nos acompaña cual cinturón de seguridad.

El sueño de enamorarse de un extranjero


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

¡Lo juro! A decenas de amigas les ha funcionado, pero a mí no, y es por eso, que cuento la otra cara de la novela rosa.

Me encanta escuchar la cantidad de historias con happy end de parejas que se conocieron por facebook, o que en un viaje tuvieron un romance apasionado y luego, alguno de los dos dejó atrás su vida para irse a otro país a vivir una gran historia de amor.

Por años, esas narraciones me impactaban e incluía dentro de mi panorama sentimental un encuentro intercontinental con un chico que me endulzara el oído en otro idioma. Me parecía increíble eso de de vivir como en una comedia romántica y sobre todo, eso de empezar una nueva vida llena de nuevas aventuras. Incluso me imaginaba diciéndole a mi amante foráneo: “esto es un molinillo, así hacemos el chocolate; mira, aquí en Colombia pides rebaja por todo y no te debes dejar tumbar”…me imaginaba como una especie de guía turística aventajada, orgullosa de mi malicia indígena.

Y el caso, es que a los 27 años me enamoré perdidamente de un francés muy romántico, con quien vivimos una corta pero apasionada historia de amor en Buenos Aires, a donde había decido exiliarme luego de una dolorosa ruptura. Como es de imaginarse, todo fue hermoso, paseos tomados de la mano, besos en cada esquina, frases cursis en otro idioma, todo idílico. Pero al francés le llego la hora del regreso a su país y nos tuvimos que despedir, no sin antes jurarnos un reencuentro en alguno de nuestros continentes.

Las chateadas no fluían como esperamos, los días pasaban y el reencuentro cada vez lo veíamos más lejos. Ninguno de los dos sabíamos qué carajos llegar a hacer al país del otro. No concebía la idea de abandonar mi vida y mi profesión para ir a trabajar de niñera en París, cuando la única palabras que sabía decir era je t´aime” o “ salut” y él tampoco sabía qué venir a hacer aquí cuando allá ganaba en euros y hasta ahora empezaba a despegar profesionalmente.

Con el tiempo nuestros planes se fueron enfriando y nos convertimos al principio, en amantes virtuales y luego, solo en buenos amigos. A los dos años más o menos, conocí en Uruguay un alemán que no hablaba ni pizca de español, y que tenía una mirada oceánica hermosísima. Pero ahora era yo quien se debía regresar a su país y como ya había aprendido la lección, no hice promesas de reencuentros. Sin embargo, a los seis meses, él llegó a Colombia enamoradísimo de Suramérica luego de recorrerla por más de diez meses y por supuesto, llegó enamorado de mí.

De nuevo el corazón latía fuerte. Y esta vez, era él quien estaba dispuestísimo a instalarse aquí. Quería montar una panadería gourmet, soñábamos luego con comprar una tierra y dedicarnos a criar caballos y una prole de hijos rubios con malicia indígena. Pero antes de radicarse, quería conocer Colombia y me invitó a acompañarlo al Tairona, cosa que no pude hacer, porque en ese momento no podía dejar tirado mi trabajo. Se fue con la promesa de volver dentro de una semana, pero claro, Caribe es Caribe y su permanencia se alargó casi un mes.

Al regresar me dijo que me amaba, pero que una cosa y la otra. La verdad, yo creo que en medio de esas playas afrodisiacas conoció una colombiana tropical que le robó el corazón y se dedicó a criar peces con ella, quien sabe… el caso es que ese también se regresó a su país y de vez en cuando me adelanta cuaderno de su vida en Alemania.

Con esos antecedentes, me quedé quietica y concentrada en mis planes. Pero como la vida es caprichosa, como a los dos años, me fui a mochiliar sola por Suramérica y en Perú conocí un canadiense fantástico, que algunos colombianos que conocí en el viaje lo llegaron a apodar “el paisa”. Con él sí que nada de planes, para mí fue un compañero de viaje extraordinario que revivió mi pulso. Duramos dos meses mochiliando juntos y se devolvió a su país con el corazón arrugado pero con muchas ganas de conocer Colombia.

Al cabo de un año recibí un correo anunciándome que venía a visitarnos y yo no paraba de reírme, no solo por la sorpresa de cómo lo había impactado nuestro país, sino porque yo estaba iniciando una relación con un colombiano de sonrisa amplia, excelente bailarín de salsa, que me endulzaba el oído en mi mismo idioma y con quien compartíamos esa chispa latina y cabe decir, quien actualmente es mi marido. Y aquí empieza mi defensa al amor nacional: Me encantan los colombianos melosos, que sudan bailando boogaloo, que te seducen a punta de sonrisas y buenos chistes.

Me encanta eso de no tener que explicarle lo que es un molinillo, porque de paso, sabe que si no se porta bien, se lo pongo en la cabeza. Me encanta eso de no tener que empezar una vida nueva en otro país, sino de inventarla aquí en pareja. Me encanta no tener que explicarle con plastilina los comentarios de doble sentido…
Bueno, esa es mi defensa a los amores nacionales. Pero lo que sí es cierto, como dije al principio, es que esos amores con happy end existen: Martha conoció a Miguel por MSN, ahora viven en Argentina y son padres de la bella Brisa; Victoria conoció a Allan, el inglés buena onda y ahora viven acá; Aseneth conoció al húngaro Patrick en Nueva York y ahora viven en Turquía y como ellos, hay miles de historias dignas de contar en nombre del amor intercontinental.

Lo único que yo sé es que tengo un excelente compañero de baile al que le digo coqueta cada vez que suena “La Temperatura” de los Hermanos Lebrón: “Camine pues mijito a azotar baldosa” y él se levanta de la silla como si le acabaran de dar cuerda y sonriendo con ganas, de esas que sólo los colombianos llevan en la sangre…

Tips para compradoras compulsivas


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

¡Compradora compulsiva! Así me declaro sin pudor. Bueno, con un poco que me alcanza a sonrojar cuando llegan los extractos de la tarjeta de crédito y renuevo votos de no volver a comprar cosas innecesarias.

Vamos a decir la verdad. La fantasía de la mayoría de las mujeres es contar con una fluidez económica tal que aguante para comprarse uno que otro regalito para felicitarnos por un logro laboral o para subirnos el ánimo en medio de una depre o porque sí, porque lo vimos en una vitrina y es lindo. Lo he conversado con varias amigas y con un puñado de desconocidas y esa es la fantasía.

Pero la verdad, es que la mayoría de nosotras tenemos dentro de nuestras prioridades económicas pagar los servicios, la cuota del préstamo, el resto de apremiantes gastos domésticos y como si fuera poco, pagar mensualmente los “insulsos” parafiscales (porque para ser sincera, ¿no es insulso pagar una pensión que llegada la hora del soñado retiro, estará ya en la edad de 80 años?)

En ese orden, pasar por una vitrina repleta de accesorios, de ropa interior, de zapatos o de ropa es un verdadero karma si es a mitad de mes cuando ya las cuentas se han pagado pero la cuenta bancaria queda desocupada. No solo me ha pasado una vez, me sucedido muchas veces y lloriqueo y me quejo con amargura; pero de todos modos, entro al almacén a antojarme.

Sin embargo, descubrí una formulita para organizar mis instintos compulsivos y mantener la bestia al margen. Cansada de pasar saliva, sufrir y de pagar altas cuentas en la tarjeta de crédito, decidí hacer una lista con mis antojos por más extravagantes o sencillos que fueran para evitar comprar lo primero que se me atravesara, para tener luego la satisfacción de chulear cada uno y de paso, sentir que sí cumplo mis metas.

Cabe resaltar que la listita va más allá de lo material, porque también me funciona al pelo con mis propósitos personales: hacer ejercicio, leer el libro que tengo guardado en la mesita hace un año, llamar a esa amiga que tuvo bebé… el truco consiste simplemente en cumplirse y darse gusto en la medida de las posibilidades.

Otro componente de la formula, es evitar a toda costa vitriniar. Así que esos planes con amigas de encontrarse en un centro comercial, deben ser reemplazados por un caminata lejos de distracciones o te en la casa. Y otra cosa, que es absolutamente saludable, es darle una repasada al closet y examinar concienzudamente lo que en realidad hace falta, porque, ¿cuántas pares de tacones rojos ya tengo? Pues si lo miramos con sensatez, lo que hacemos es caer en el viejo esquema de la acumulación per se.

Claro, aún se me altera el pulso cuando paso al frente de una vitrina que exhibe descaradamente: “todo con el 50%”. Sin mentir, debo tomar aire y seguir de largo, la diferencia es que ahora me siento como una junkie en proceso de rehabilitación, como el AA que hace el esfuerzo en un coctel de no recibir ni un vinito. Por eso, cada vez que paso por una vitrina recuerdo las cosas que ya tengo, repaso si está en mi lista, si realmente puedo comprarlo y me repito amorosamente: nada me falta, todo lo tengo…

La rebeldía de los tacones y los labios rojos


Por: Lisseth Angel Valencia

"Ponte tus zapatos de tacón y taconea"

A los 16, usaba botas militares de puntera, jeans rotos, y para uno que otro matrimonio, calzaba con sacrificio unos pequeños taconcitos de 3,5 cms. que me hacían sentir ridícula. Luego, como a eso de los 23 me volví extrañamente una señora muy formal. Tanto, que mi mamá y yo compartíamos la ropa.

Pero como a eso de los 26 empezó a pasar algo extraño conmigo. Obviamente ya ni pensaba en las botas militares (porque claramente la onda grunge ya se me había salido de la cabeza), con la ropa de mi mamá me sentía disfrazada y para rematar, me había hecho la promesa solemne de nunca usar un sastre. Entonces, lo que tenía ante mis ojos era una verdadera crisis de… identidad?

A esto le sumaba el trauma de caderona, usaba sacos largos dizque para disimular los conejos y de paso, evadirme de los poco galantes piropos de obreros y policías. Mejor dicho, mi closet y mi estilo eran un fracaso. Ahora que miro en perspectiva, parecía una niña buena, con síndrome de monjita reencauchada.

Abría mi closet y encontraba una verdadera colección de ropa comprada de manera compulsiva siempre en rebajas, de manera, que todo parecían retazos que no iban unos con otros, y las faldas largas y escuálidas que me acompañaron en alguna época ya me parecían absolutamente aburridas. Lo que en realidad quería era sentir mi piel, verme a un espejo y encontrar allí retratada un poquito de mi sensualidad.

Poco a poco, me fui reconciliando con mi cuerpo, que creo, es la puerta de entrada hacia cualquier proceso de construcción de identidad. Aparecieron como por arte de magia las camisetas de tiritas, las medias de malla, las faldas a la rodilla (por fin) y la intención de encontrar un buen peluquero que le quitara volumen a mi melena de niña buena.

Ya a los 31 me sentía realmente más sexy, más cómoda conmigo y con mi ropa. Pero faltaba algo. Un día mi amiga Sasha apareció en una cena con “¿tacones?”, gritamos todas al unísono. Y ella, sin pudor, nos desfiló como si montada en esos 6 cms. caminara por una pasarela.

Todas quedamos atónitas. ¿Cómo era posible que alguna de nosotras usara tacones si habíamos jurado andar de converse toda la vida? El caso es que Sasha se pavoneaba cómoda por todo lado con sus tacones y la verdad, se veía muy chic.

Tengo que confesar que ese episodio me movió el piso. Un día iba pasando por un almacén y vi unos tacones nada convencionales y luego de llamar a mis amigas a consultarles y llamar a mi mamá (quien se rió de mi y me aseguró que nunca me los iba a poner), tomé aire, me los probé, los caminé en el almacén una y otra vez y los compré.

Efectivamente, duraron como un año guardados. Y yo mientras tanto, me hacía la loca con el tema. Todas paulatinamente fueron comprando también sus tacones de manera discreta. Hasta que un día en una de nuestras amadas cenas, coincidimos con tacones. Al vernos, los chicos nos silbaron y dijeron cosas bonitas. Como de costumbre, nos encerramos en la cocina a adelantar cuaderno y el primer tema, fueron por supuesto, los tacones. Confesamos nuestra inseguridad al caminar, pero al mismo tiempo, todas destacamos su efecto embellecedor sobre las piernas y la conclusión es que debíamos ser constantes hasta dominarlos.

A las siguientes cenas, continuamos llegando entaconadas, pero la última sorpresa nos la dio Andrea cuando se presentó con su bella cara pálida, como de costrumbre, sin una gota de pestañina o rubor, pero con los labios rojos. ¡¡¡Eso era el colmo!!! Se veía más hermosa que nunca. Llevaba unos tacones verdes eléctricos, unas medias de malla negras y esos labios rojos…

A la semana, Catta se atrevió a probarlo y se miraba y se reía ante el espejo. Después de mucho darle vueltas salió a la calle y me cuenta que se sintió auténticamente sexy.

La próxima en probarlo fui yo y quiero confesar que ese coctel de tacones y labios rojos es frenético. Por eso, a todas las que pasan de largo ante los tacones, les digo que se animen, que se encierren en sus casas y practiquen hasta vencer la timidez y que esculquen en sus cosmetiqueras y rescaten esos labiales rojos que ya habían mandado al olvido. Por que, lo que es a mí, esa combinación me hace recordar a un Cosmopolitan bebido en buena compañía, un miércoles por la noche.